lunes, 31 de mayo de 2010

Delitos Flagrantes // Raymond Depardon



La objetividad de la cámara duplica el discurso institucional de objetividad, oculta la presencia de un desequilibrio de poder, fundamentado en un desequilibrio de saber entre las dos personas que se enfrentan. El primer careo es una perfecta muestra, hasta elevarse casi a metáfora del filme. Allí asistimos a algo que difícilmente se ofrece a la visión: la toma de conciencia de la gravedad de un acto, que hasta entonces se creía banal.
El detenido, un joven acostumbrado a salir sin castigo de los juzgados, toma la entrevista como un juego, bromea, en la creencia de que unos minutos después estará en la calle.
Filmar siempre dos tipos de cuerpos, heterogéneos entre sí: uno que conoce las reglas del juego y otro que nunca encuentra su sitio en la función, que intenta estrategias diferentes, que es descubierto en su falsedad y se retracta, o que trata de resistirse al procedimiento, que entonces continúa por encima de él como una apisonadora.


Pero hay un punto de flaqueza en el planteamiento de Depardon. Este viene con una de las detenidas, llamada Muriel. Está logra una empatía especial con la cámara, que roba las escenas en que sale, y que amenaza al filme. Muriel declara su culpabilidad ante el gabinete psicológico. Nos hace partícipes de su secreto, que después ocultará ante el abogado y la fiscal. Ya no se trata de juzgar las palabras en paralelo a la institución “justicia”, sino de entrar en el juego de máscaras de la ficción, del suspensa, y con él del drama.

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